CC6 (24.02.2016)
LA APUESTA
Cada vez que
bajaban al pueblo después de estar enmontañados por semanas era de rigor
visitar a los muertos
Eran deudos
filiales y leales que honraban las tradiciones campesinas de recordar a sus
abuelos venerados a sus padres robustos a sus tías viudas y a sus primas de
vestidos floreados que se fueron prematuramente
Para ser
totalmente veraces les motivaba también pasar a tomar el quitapenas en la
bodeguita que cándida estaba situada eternamente frente al cementerio
Bebían dependiendo
la hora del día sus maltas con harina tostada sus chuflays que eran una mezcla
perversamente curadora de aguardiente y aloja y también de ese vinito de
curagüillas que era cortado con cenizas para evitar que se avinagrara
Entonces entre los
vapores etílicos de esa tasca tardía se caldeaban los ánimos entre disputas
acerca de los recuerdos de los deudos y las arremetidas virulentas de machos
campesinos deseosos de contar y mostrar sus conquistas amorosas y valientes
osadías
Y se sucedían las
jarras y se subían los ánimos arremetiendo con cuentos y apuestas
Hasta que el
Canelo no resistió e increpó desafiante a los demás bebesteros quien es
hombrecito y es capaz de entrar a medianoche el final del cementerio un día de
lluvia y estacar una cruz para honrar a nuestros muertos
Apostaron una
ronda que incluía una garrafa de pipeño blanco sopaipillas con ají colorado y
para rematar una pichanga completa
El día estaba
lluvioso y ya eran las once treinta cuando el José que era un viejo roble fornido
y violento llegó a las puertas del cementerio
Traía sobre sus
hombros protegidos por su manta de castilla una cruz de madera hecha de
listones y atada con cuerdas
Dejó su cabalgado
caballo atado a la manilla de acero diciéndole espérame rojizo que voy gano la
apuesta y regreso
El caballo lo miró
con ojos perdidos y no fue capaz decirle nada se quedó impávido como si nada
El José caminó los
senderos serpenteantes entre tumbas de tierra y nichos de cemento con cruces y
más cruces y su cruz al cuello
Algunas tumbas
eran tétricas y estaban abiertas como si los muertos se hubiesen escabullido
entre los cipreses que sonaban con el viento
El José dejaba de
ser un macho cabrío y comenzó a sudar entre sus mantas negras
Tomó la cruz con
nerviosa rapidez la colocó sobre el último árbol crepitado del cementerio y la
clavó con una helada sensación en su espalda
Al girar para
arrancar sintió en su hombro la desconocida mano fría que lo cargó desde lo
moribundo descargando un grito desgarrador desplomándose asfixiante deshecho y
el corazón del guerrero herido
Cuentan las gentes
que lo encontraron muerto con los ojos brillantes enrojecidos y desorbitados y con
su manta negra clavada a la cruz
Cuentan que su
caballo se mantuvo siempre sin hablar con nadie y con los ojos perdidos.
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